MIS RELATOS CORTOS
David Campos Sacedón

El Desconocido



El “Desconocido”
 

 

Otro día más me disponía a viajar en mi caballo metálico, engalanado con sus sirenas, luces de colores y esa cruz característica cruz que expresa amparo y socorro. Otra jornada veraniega en la que nuestro deber y deseo es proteger y asistir a los más necesitados, donde ellos son la esencia de nuestras energías, forman parte de nuestras vidas…

Los kilómetros pasaban bajo nosotros como lenguas desdobladas, el entorno se desdibujaba fusionándose a modo de acuarela de colores mientras los ocupantes de aquella ambulancia nos preparábamos para actuar en la siguiente emergencia, o como suelo decir yo, “otro día a ayudar”.

Casa de una planta, persianas viejas y desgastadas nos recibieron cuando accedimos al patio que antecedía a la entrada principal. La penumbra era lo único que moraba en los rincones de ese lugar. Yo lideraba al grupo a la vez que iba estirándome los guantes azulados y así conseguir encajarlos a mis dedos. Grité el nombre del paciente que nos habían pasado desde el 112, el cual supuestamente padecía una extraña parálisis facial, sin embargo no obtuve contestación alguna, todo parecía estar desierto en esa extraña vivienda.

La mezcla de aromas y objetos, que por momentos recordaban mi infancia, se mezclaban en el entorno, provocando que por segundos sintiera que caminaba solo por una senda en un bosque perdido. La rendija de una puerta entreabierta llamó mi atención, alargué mis dedos y deslicé la hoja de madera para analizar lo que en su interior había. En un inicio la oscuridad me hizo pensar que estaba vacía, pero el susurro de las sábanas me detuvo para entender que ahí estaba nuestro siguiente paciente, solo, olvidado, en medio de un pequeño pueblo perdido en tierras castellanas, un desconocido más…

La enfermera encendió la luz y postrado sobre la cama estaba él, camuflado, casi invisible. Sus ojos delataban una bondad exquisita, su voz era aterciopelada y casi imperceptible, tanto que te relajaba al oírla. Era como mirar al fondo de un pequeño estanque poco profundo en el que en todo momento puedes ver lo que esconde en su interior, sabiendo que no hallarás sorpresas.Timidez acompaña de tranquilidad, en el que a veces se puede confundir con una brisa pasajera que no tiene intención ni de despeinarte.

Me senté a su lado lentamente mientras el resto del equipo se quedó observando. Le conté quiénes éramos e intercambiamos dos frases de rigor y sin titubear se puso en pié trabajosamente, apoyándose de mi brazo como un anciano,  a pesar de contar únicamente con 43 años de edad. No recuerdo mucho desde la cama a la ambulancia, pero él se tumbó en la camilla, yo me apoyé a su lado y las puertas se cerraron como el telón que cae al final de una obra de teatro, en la que las luces se apagan y la historia acaba dejándote una sensación extraña de tristeza.

El conductor comenzó a acelerar y todo se fue desvaneciendo por efecto de la velocidad y la atención que yo tenía en este hombre. Sé que afectivamente no debería involucrarme en la vida de un paciente, pero como siempre, me puse a conversar y sentir. Él lo necesitaba, sus ojos me lo pedían, sus manos temblorosas y su semblante caído pedían ayuda y cariño…

La noche nos cubrió y en medio de un pequeño bosque nos encontrábamos él y yo. Una fogata bailaba entre ambos y un manto de estrellas se postraba a nuestro lado para hacernos compañía. Nos miramos, no nos conocíamos de nada, sin embargo por minutos necesitábamos desahogarnos el uno con el otro, apreciar que ese tramo de tiempo nos aliviara del sufrimiento que cargábamos ambos a nuestras espaldas y comenzó a relatar qué le ocurría, no sin antes tranquilizarle diciéndole, “no tengas prisa, la ambulancia tiene aún un largo camino que recorrer…”. Él sin mirarme, sonrió y colocó una rama seca en el fuego. 

“Ya no me queda nada…”, fue lo primero que desprendieron sus labios y nunca más olvidaré. Entre susurros, sonrisas, lágrimas y pausas forzadas me confesó lo que le había sucedido en los dos últimos meses.

Su mujer, “su vida”, como él la llamaba, lo abandonó por otro hombre, justamente el encargado de ella en una obra en la que trabajaba de administrativa. El lamento se apoderó de su cara, pero el calor de las llamas ayudaron a que pudiese continuar. Ambos tenían un hijo de corta edad y aunque lo veía con asiduidad, el tiempo transcurrido con su madre y nueva pareja hizo que cuando recibía alguna llamada de éste, a veces lo confundiera y lo mencionara con el nombre de la persona que a día de hoy, ocupaba su lugar. En esos instantes yo salpicaba sus palabras con experiencias de mi historia para que no pensara tanto y se dejase llevar por mis palabras. En otras ocasiones y por segundos no le prestaba atención a lo que decía, sólo le observaba cómo  jugaba con una rama y las brasas al referirse a su hijo, a las tardes que compartían enseñándole a montar en bici o a lo bien que tocaba la guitarra con apenas un puñado de veranos en su haber. “Aún eres joven…”  le repetía para animarle, siendo su respuesta un “gracias, pero ya no tengo fuerzas para nada…”, que casi conseguía apagarme desde mi interior. Su semblante era tal que mi corazón pedía abrazarle, darle el calor que ese hombre necesitaba y a la vez sabía que ni mil millones de caricias lograrían consolarle, sólo dos personas tenían la llave de su felicidad y ya se habían marchado. 

Las estrellas parpadearon más y más para unirse en un abanico de filamentos brillantes, transformando ese cielo en el techo de la ambulancia. La parálisis facial entorpecía que exteriorizara lo que su alma clamaba, pero sus ojos rojizos y acuosos delataban la realidad que a mí me estaba derribando.

La ambulancia trazó los últimos recovecos de la ciudad antes de acceder al centro hospitalario. Todo era como a cámara lenta y reconozco que apenas ayudé a bajarlo de la ambulancia, sólo anduve a su lado hasta la sala de urgencias, box número 7. El resto del equipo salió fuera para recoger el material y yo ignoré cualquier obligación. El médico se acercó y me exigió que saliese de esa zona, que todo estaba en sus manos, pero desoí su petición, cogiendo de la mano a mi querido compañero de viaje, nos apretamos fuerte y grabé en mi mente las palabras que antecedieron a nuestro adiós…

“…gracias por este viaje, gracias por tu comprensión…”  balbuceó a duras penas, a lo que yo continué y respondí, “hazme caso, eres muy joven y la felicidad regresará. ¿Gracias, por qué?, gente como tú hace que cada segundo en este trabajo merezca la pena y me quede claro que este mundo sería maravilloso si todos tuvieran la mitad de lo que llevas ahí dentro…”.

 

Me deslicé hasta fuera del box cuando dos enfermeras ya cerraban las cortinas, cuando el telón de esta obra de teatro acababa, cuando dos almas desconocidas compartieron unos minutos de esta delicada vida y demostraron una vez más, que los sentimientos van cogidos de la mano de los “sueños”…

 

 


Espero que la vida te trate como mereces...

 

 David Campos Sacedón

 

 

 

 

 

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