MIS RELATOS CORTOS
David Campos Sacedón

Rosa de Alejandría



Rosa de Alejandría

 

Busqué las llaves en mi bolsillo para abrir la puerta del nº 7, en la calle Dr. Fleming; la calle de los sueños. Caminar hacia esa puerta hace que parezca estar dando un paseo entre árboles en otoño, oler tranquilidad y cariño.

La cortina se mece levemente dejando entrever la vieja madera, mientras que las blancas cortinas de la ventana de al lado son como un trazo de nubes perdidas en un cielo azul.
Al aproximarme a la puerta parece que me envuelva un ambiente diferente, un aura mágica, especial. Cierro los ojos y puedo escuchar de fondo el sonido de la máquina de oxígeno que mantiene a mi abuela en condiciones para poder seguir viviendo. Es un ritmo incesante, tibio y sordo. Abro la puerta sin reparar en el ruido del cerrojo puesto que aquella máquina y el pasar de los años por los oídos de mi abuela, le impedían escuchar nada. Cierro la puerta y ando unos pasos hasta pasar el vestíbulo, donde plácidamente me quedo parado observándola. El pasar de los años y las caídas las mantienen prácticamente postrada en una cama. Ella no me ve, está tumbada con la mirada perdida en la pared, su cuerpo descansa mientras la máquina no cesa de introducirle oxígeno en su interior. La imagen jamás se me olvidará, una imagen llena de sentimiento. La quietud era tal que estremecía, se notaba la placidez, la soledad y sus octogenarios ojos estaban levemente abiertos, perdidos y olvidados mientras una de sus manos reposaba al lado de su cara, acompañando a su cabello rizado. Sé que miraba las fotos de tantos nietos que tiene, de hijas y yernos, pero sobre todo, sus ojos buscaban aquella foto en blanco y negro donde ella misma aparecía junto a su querido marido. Hacía tantos años que él se fue, que incluso mi madre tiene leves recuerdos de su presencia.

Cuando me dispuse a avanzar tuve que apretar los puños y los ojos por mantener la emoción, respiré hondo y llamé su atención dos o tres veces hasta que ella reconoció mi voz. Su mirada se despertó venciendo los párpados decaídos. La soledad se quebró y la luz parecía llenarla por dentro. Lentamente se reincorporó y me miró sonriendo diciéndome, “ay, eres tú, no te había oído, ¿vienes solo?”, a lo que contesté, “si abuela, vengo solo, ¿cómo estás?, te veo muy bien…”. Me acerqué para darle dos besos y sentarme a su lado. Reconozco que no escuchaba lo que me decía, mi mente sólo se centraba en admirarla y reconocer la alegría que recorría su cuerpo por tener a su nieto al lado, por hablar, por preguntar, por ser escuchada, por ser querida. Y allí, en aquella habitación perdida del mundo, los dos nos fuimos al tiempo perdido, a la compañía esperada, al sentimiento puro, allí donde yo me encontraba al lado de mi querida abuela, al lado de mi rosa de Alejandría…

 


 

Para tí abuela...

 

 

David Campos Sacedón

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